I
Hace ya tiempo, un batería de jazz me contó la siguiente anécdota que nos habla de la relación entre maestro y discípulo, pero también sobre la esencia del arte. Los protagonistas son Arturo Benedetti Michelangeli y la joven Martha Argerich. Debió de suceder a principios de los sesenta, quizás a mediados. Día tras día, Martha tocaba al piano ante el legendario pianista de Brescia, que la escuchaba distante. El silencio se interponía como una frontera entre dos épocas, sin que en ningún momento el afamado concertista italiano corrigiera a su alumna. Al finalizar la clase se despedían educadamente y se citaban para el día siguiente. Una mañana, al terminar una pieza, la muchacha se atrevió a comentar:
Maestro, no entiendo su silencio.
Michelangeli clavó sus ojos en el semblante de la joven pianista y le contestó:
Tienes que aprender a interpretar mi silencio y dejar que hable en ti. No te puedo enseñar nada más.
Ella siguió ensayando, sin cruzar ninguna otra palabra.
La anécdota tal vez sea apócrifa, pero resulta verosímil.
II
Arturo Benedetti Michelangeli (1920 – 1995) es el pianista de la transparencia. Pilotó un caza de combate durante la II Guerra Mundial, hizo de probador de Ferraris, practicaba el alpinismo. La leyenda sostiene que descendía del linaje de san Francisco de Asís. Su técnica era perfecta, inmaculada, precisa como un reloj. El porte, aristocrático, gélido, de una rara elegancia centroeuropea entreverada de gentleman inglés. Sviatoslav Richter – su único rival en el siglo XX – lo detestaba precisamente por la frialdad de sus interpretaciones: música abstracta, icónica, ajena a cualquier tentación psicologista, a cualquier exceso emocional. El misterio del sonido emerge de esa especie de silencio velazqueño, noble, brutalmente desnudo, que sostiene una riqueza armónica de transparencia asombrosa. Celibidache, que lo reverenciaba, dijo que, en lugar de pianista, Michelangeli era más bien un director de orquesta: “en su piano se escuchan los cornos, los clarinetes y todo el conjunto de instrumentos”. Cuentan que tenía la rara facultad del oído absoluto. Canceló más de un concierto debido a una desafinación del piano que sólo él lograba detectar. La historia nos cuenta que en un concierto de Grieg interpretado en Londres, un chasquido rompió la noche: era una leve rozadura, un fallo imperceptible que desgarraba la perfección, ese fango de los dioses.
III
“Antes de nada – escribe el poeta José Mateos en Fragmentos sobre arte – hay que distinguir entre el arte que nos incita y excita, y el arte que nos eleva y suprime. Y después saber que el uno existe para huir del otro.
Al salir del primero, de ese gran arte falso con el que se confeccionan hoy los espectáculos de masas, siempre la realidad sabe a poco; mientras que al salir del segundo, del arte humilde y verdadero, la realidad, por el contrario, se nos aparece envuelta en una misericordia anterior a todo y que no entendemos, plena y desamparada, casi a punto de quebrarse”.
IV
Sergiu Celibidache, Arturo Benedetti Michelangeli, Victoria de los Ángeles, Sándor Végh, Claudio Arrau… son los nombres del gran arte en la música. No Glenn Gould, ni Herbert von Karajan, ni el admirable Leonard Bernstein ni siquiera – aunque esto sea discutible – la melancolía fáustica y humana de Sviatoslav Richter, el gran demiurgo.
V
Una última anécdota que procede de uno de sus conciertos: “El recital del maestro Michelangeli se inició con las juveniles Baladas Op. 10 de Johannes Brahms. Tras oficiarlas, el maestro se volvió hacia el público, dando por terminado el recital. “Me he vaciado por completo – dijo -. El resto del programa carece ya de sentido”.
Aquí tienen la última de las Baladas
https://www.youtube.com/watch?v=KNqjr8Z_O2I
Artículo publicado en Ambos Mundos.
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