Hace unos años, un grupo de científicos intentó demostrar que el funcionamiento de nuestro cerebro favorece la existencia de todo tipo de rituales. Al titular la noticia, un periodista norteamericano definió la mente humana como una mente litúrgica y quizás no le faltara razón. Los ritos crean estructuras de sentido y actúan como puentes que nos franquean el acceso a la sociedad, presentándonos ante el mundo apoyados precisamente por los representantes de esa sociedad que otorga su bendición.
Los ritos religan – también en la acepción religiosa del término -, dando sustento a instituciones como la familia y canalizando sentimientos como el duelo, el amor, el miedo o la agresividad. A lo largo de la historia, ninguna cultura ha pervivido sin su puñado de rituales, algunos salvajes y primitivos, otros de tipo civilizatorio. Por supuesto, los ceremoniales cambian, se transforman y a veces olvidamos su significado. Pierden, por así decirlo, la sustancia y dejan de apelarnos. En ese caso, pronto desaparecen o la sociedad decide darles un sentido diferente, tratando de recuperar las raíces no adulteradas de su origen. Pero la cultura es una consecuencia del mestizaje más que de la pureza. Y sólo el delirio – o el fanatismo – puede hacernos creer que la verdad histórica es un punto fijo, carente de movimiento y de evolución. Aquí también rigen las leyes de la naturaleza, aunque la civilización – y la cultura – atemperen sus rigores extremos.
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