En El futuro de la Historia, el ensayista húngaro John Lukacs señala que los conceptos marcados por el prefijo auto – autoestima, autocompasión, autoconocimiento – “hicieron su aparición en el idioma inglés durante el siglo XVII; ego y egoísmo llegan un poco después”. Cabe inferir, entonces, que en el lapso de apenas 100 o 150 años surgió un nuevo modo de concebir la Historia y de entendernos a nosotros mismos.
Si la Metafísica o la Teología perseguían un cierto ideal de la Verdad y la Ciencia aspira a objetivar el conocimiento de las leyes de la naturaleza, la Historia – entendida como forma de pensamiento – indaga la condición humana y sus actos en lo que tienen de misterioso y excepcional, lo cual, por cierto, la emparienta con la Literatura. Fruto de este cambio de mentalidad, aparece el dietario, un género que buscará testimoniar el paso del tiempo desde la participación personal y que, a su vez, establece una costumbre de la intimidad a través del diálogo consigo mismo. El cultivo del dietario floreció de modo especial en los países de religión protestante, precisamente allí donde se había desarrollado con más rapidez, esta nueva concepción histórica. Pensemos sin ir más lejos en los célebres y jugosos diarios del londinense Samuel Pepys (1633 – 1703) o en los del escocés James Boswell (1740 – 1795).
El siglo XX ha sido especialmente pródigo en buenos dietarios. Pensemos en los de John Cheever, en los del rumano Mihail Sebastian o en los fundamentales de Franz Kafka, sin olvidar a André Gide o a Leon Bloy. De una categoría singular y única, el díptico Radiaciones, escrito por el alemán Ernst Jünger, asciende al panteón de los clásicos. De la misma época procede otra obra maestra: esta vez del crítico literario y editor de la revista Horizon Cyril Connolly, The Unquiet Grave. Sin ningún afán exhaustivo y atendiendo a su indiscutible calidad, no debemos olvidarnos de dietaristas como Cesare Pavese, Julio Ramón Ribeyro, Harold Nicolson, Claude Roy o Adam Zagajewski, por citar tan solo a unos cuantos.
De escasa tradición en España –a pesar de ese precedente señero en el ámbito catalán que fue El quadern gris de Josep Pla, la elegante aportación de Marià Manent, El vel de Maia, o de las magníficas páginas de Ramón Gaya –, no será hasta finales de los años setenta o mediados de los ochenta que el género se abra paso definitivamente entre nosotros, con tres títulos fundacionales: Los tres cuadernos rojos de José Jiménez Lozano, Bosc endinsde Valentí Puig y La negra provincia de Flaubert de Miguel Sánchez-Ostiz, pronto seguidos por los de José Carlos Llop y Andrés Trapiello.
Artículo publicado en Ambos Mundos.
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