El amor ensancha la intimidad. De repente, aquello que creemos ser se trastoca ante la presencia de alguien que nos descentra del egoísmo propio para descubrirnos que el fundamento del amor se sitúa fuera de nosotros. Por supuesto, ningún hombre puede conocer el rostro más íntimo de la maternidad, aunque sí puede tener intuiciones; vislumbrar – por ejemplo – ese ensanchamiento del que hablo. Seguramente, en la mujer actúa un instinto biológico ligado a la supervivencia de la especie, pero no solo eso. La madre – “las madres”, de hacer caso a Sarah Blaffer Hrdy – ejerce como primer puente de humanización para el bebé: la lactancia, el tacto, la voz y la mirada establecen la base de un apego seguro; y asimismo, el canto o los juegos delimitan un espacio de comunicación único e insustituible. En Mothers and others, la citada Sarah Blaffer Hrdy defiende con argumentos convincentes la importancia del tejido social que apoya a la maternidad, ya sean abuelos, tíos, hermanos o vecinos. Para la antropóloga americana, la socialización del sostén a la maternidad fue una de las claves evolutivas de la especie humana. Diríamos que los vínculos de amor instauran alianzas duraderas.
Todavía hoy el desarrollo de una cultura coincide con la protección de la maternidad. En el norte de Europa, por ejemplo, se conceden bajas maternales de un año, la lactancia se prolonga más allá de los mínimos recomendados y las guarderías responden a criterios de calidad indiscutibles (no más de cuatro niños por adulto antes de cumplir los tres años y no más de siete hasta los cinco), a gran distancia de lo que es común en España. Hoy sabemos que las diferencias en el trato a la maternidad inciden a largo plazo en las tasas de éxito o de fracaso educativo de un país. Me parece lógico que así sea.
Artículo publicado en Ambos Mundos.
0 comentarios