El próximo fin de semana se celebrará el 50 aniversario del colegio mayor donde residí durante buena parte de la carrera. Un colegio mayor dista de ser un lugar perfecto -¿cuál lo es?-, pero en él se aprende mucho más que en la facultad. Lo bueno y lo malo, claro está, porque los colegios mayores funcionan como un microcosmos social, mientras que la Universidad española nadie sabe muy bien qué es. Quiero decir que en ella se memoriza mucho, pero se aprende poco; no se investiga ni se enseña a hacerlo; la materia (con frecuencia rutinaria y sin poner al día) se imparte ex cátedra, desde un púlpito, que no propicia el debate ni la discrepancia. Claro que estoy generalizando, porque de todo hay en la viña del Señor, pero no creo que falte en exceso a la verdad si sostengo que la mayor parte del sistema universitario constituye una burbuja, costosa e ineficaz, además de profundamente endogámica. Lo cierto es que, tan pronto como caí en la cuenta de la dudosa utilidad de asistir a clase, dejé de pisar la facultad, con la convicción de que los libros saben más que los profesores y, sobre todo, de que iba a organizar mejor mi tiempo si estudiaba por libre. Sin embargo, no es de la universidad de lo que quería hablar, sino de una institución como el colegio mayor, que formando parte de ella, resulta más enriquecedora.
Creo que fue en La educación de Henry Adams donde leí que un hombre se educa antes con sus compañeros que con los maestros. El sentido de la frase responde a que la convivencia forma (o deforma), como una atmósfera en la que uno se imbuye del difícil arte de la inteligencia social: la perseverancia, la fortaleza, el conocimiento intuitivo de los demás, la amistad – con su correlato, la lealtad – e, incluso, la ambición. Por supuesto, para Henry Adams lo que define a la persona es su modo de participar en el mundo y de insertarse en él; esto es: su carácter. ¿Y cómo se perfecciona el carácter si no es en la convivencia? De hecho, más allá de alguna obviedad anecdótica y de cierto amor por la precisión, no recuerdo casi nada de los libros que memoricé; sin embargo, no diría lo mismo de los años que pasé en el campus. El entorno y las circunstancias terminan perfilando nuestra identidad mucho más de lo que pensamos.
Si un estudiante de bachillerato me pidiera consejo, le diría que – en la medida de lo posible -, estudiase fuera de su ciudad, aprendiese idiomas, leyese mucho, se exigiese a sí mismo más que lo que le demanda el profesor y que, al menos durante un curso, viviese en algún tipo de residencia universitaria. En el colegio mayor uno se ve obligado a someterse a un buen puñado de normas absurdas, pero también se acostumbra a defenderse de ellas, lo cual no difiere mucho de lo que es la vida. En el día a día, se aprende a alternar con gente muy diferente y con otros que no lo son tanto, a enfrentarse con las envidias, a negociar las frustraciones y a ser generoso con los demás. Para un país como el nuestro, donde escasean los referentes morales y los auténticos maestros, la vida en un colegio mayor sirve para constatar que la pasión compartida por el saber es uno de los grandes lujos de la juventud y también una de sus exigencias más altas. Yo no sé si esa es (o no) la misión última de la universidad. Pero si no lo es, se parece mucho.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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