Una de las tesis centrales del ensayo de Julio Crespo MacLennan Imperios: Auge y declive de Europa en el mundo, 1492-2012 sostiene que, en los últimos cinco siglos, los excedentes demográficos han permitido la superioridad política, económica y militar del Viejo Continente: “Este libro – leemos en el prólogo– podía haberse titulado la historia de la expansión de los europeos por el mundo. La emigración de población europea y su asentamiento permanente en otros continente acompañó a las grandes potencias en su expansión, especialmente en América”.
Del mismo modo, aunque en otro sentido, cabe defender el argumento contrario y subrayar la íntima conexión entre el crash demográfico y algunos –o muchos– de los males que nos afectan. En casi cualquier lugar del mundo, una de las secuelas del progreso ha sido la reducción de las tasas de fertilidad, con el consiguiente coste en la merma de oportunidades para el futuro. De Singapur a Japón, de España a Alemania, se suceden los países que no alcanzan la tasa mínima de sustitución, valorada en dos hijos por mujer. Las consecuencias son obvias ya que la población retrocede –a expensas de los flujos migratorios-, las naciones envejecen y, en definitiva, se hace más difícil sostener las generosas políticas del Estado del Bienestar sin elevar excesivamente los impuestos. A la larga, sin embargo, el efecto más pernicioso de la fractura demográfica se situaría en el ámbito de la competitividad, pues el dinamismo es un atributo inherente a la juventud. Las sociedades jóvenes no son sólo más flexibles sino también más ambiciosas; además, el contexto de transformación industrial –con su fuerte correlato tecnológico- acelera la sustitución de la mano de obra considerada madura. Desde el punto de vista del déficit y del endeudamiento, la caída de la fertilidad intensifica los sombríos nubarrones del abismo fiscal y profundiza unos procesos recesivos ya de por sí alarmantes.
Por supuesto, los cambios de mentalidad suelen esconder causas profundas. En un momento dado, hace treinta o cuarenta años, la gente empezó a creer que, con familias de menor tamaño, se mejoraba la calidad de vida. Los padres podían dedicar más tiempo a sus hijos, la inversión en actividades educativas se multiplicó, el acceso a una segunda vivienda se democratizó. La incorporación de la mujer al mundo laboral tuvo como consecuencia un retraso en el inicio de la maternidad. Los bajos tipos –así como el afán por la propiedad, la especulación y la escasez de suelo– incentivaron una burbuja inmobiliaria que ha terminado por reducir de una manera notable la dimensión de la vivienda. Algunos países –Francia o Suecia, por ejemplo– han tenido el acierto de aplicar inteligentes políticas familiares que han logrado atemperar el invierno demográfico. Resulta lógico pensar que, a medio plazo, gozarán de importantes ventajas competitivas, el Estado del Bienestar será más sólido y su futuro estará más afianzado.
Un economista de prestigio como Brian Caplan ha sugerido en su libro Selfish reasons to have more kids (Razones egoístas para tener más hijos) que todas las familias –al menos las de clase media que se lo puedan permitir- deberían considerar tener un hijo más de lo que previamente habían planeado. No parece una mala iniciativa, sobre todo si Europa se atreve a extender nuevas leyes que favorezcan la difícil conciliación de la vida familiar y laboral, con horarios inteligentes, bajas maternales generosas, bonificaciones fiscales y un largo etcétera. Gobernar el presente no deja de ser pensar en el futuro.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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