La felicidad tiene sus aristas, sus imperfecciones. No es algo sólido que perdure en nosotros como uno cree que deberían ser las casas edificadas sobre piedra, sino un estado más huidizo e inestable que sedimenta nuestras vidas. Recuerdo la neblina y la lluvia fina en los montes que circundan Tineo en Asturias. Recuerdo la alegría contenida, íntima, el día que nacieron mis hijos. Recuerdo una mañana soleada en Capri, el azul intenso y el olor salobre del romero. Recuerdo a mi abuela, encorvada en la soledad de su casa, interpretando Beethoven al piano. Recuerdo el placer de la lectura, de niño, casi a cualquier hora. Recuerdo la mirada de mi hermano, poco antes de morir, y un poema de Pavese que le gustaba recitar. Ninguno de esos instantes duró mucho, pero conforma la trama que nos sostiene, el humus en el que se desarrolla nuestra personalidad. Sin una imagen de la felicidad – por imperfecta o endeble que sea – no podríamos sobrevivir ni madurar ni siquiera soñar con un futuro. Los psicólogos – al menos desde John Bowlby – hablan de la importancia crucial del apego del niño hacia sus padres a lo largo de los primeros años de vida. El apego – la seguridad de ser aceptado y amado por nuestros progenitores – establece los fundamentos de la personalidad y nos prepara para el fruto amargo de la duda, el miedo o el desamor. Se diría, pues, que los momentos de felicidad vienen a ser como las semillas que dan lugar a las grandes virtudes. La italiana Natalia Ginzburg escribió algo muy hermoso en este sentido: “Por lo que respecta a la educación de los hijos – anota -, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo del éxito, sino el deseo de ser y de saber”.
Pienso que la felicidad se funda en estas grandes virtudes y, por eso mismo, debe ser forzosamente imperfecta. No puede durar, pero sí sostenernos, porque la vida nos expone de continuo al sufrimiento y al sacrificio. Toda la tradición de Europa gira sobre estos conceptos. Aristóteles afirmó que el hombre no está llamado a la muerte, ni al silencio, ni a las sombras o a la soledad, sino a ser feliz. La mitología griega estableció la correlación entre la felicidad y seguir los propios instintos. El amor se vivía como mero eros, como una necesidad de dominio y de placer. Luego, el cristianismo ensanchó su sentido, al hablar del amor como una entrega incondicionada más allá de uno mismo, más allá, incluso, del rencor. Enlaza con el don de la gratuidad y del perdón. Para la virtud pequeña, el exceso gratuito del amor resulta injustificable, algo así como un escándalo. No es intercambiable, no se puede pesar ni regular. Pero es en ese dar de más donde nos encontramos con la felicidad, que perdura en nosotros como una memoria del bien.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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