Me imagino al poeta Tomas Tranströmer interpretando alguna sonata de Mozart al piano – o quizás de Haydn – en un pequeño apartamento del extrarradio de Estocolmo. Junto a él, su esposa Monica, un gato, la colección de libros y de insectos, y los esbozos de un poema inacabado sobre el vuelo de las abejas o la luz fría y glacial del Báltico. Me lo imagino junto a Ingmar Bergman y a Per Olov Enquist formando el triángulo imaginario de la cultura sueca del siglo XX. He hablado de Bergman y de Enquist – un cineasta y un escritor -, aunque tal vez sería mejor proponer a un músico solitario, desconocido y fascinante, Allan Pettersson, como alter ego del reciente premio Nobel. Pienso en Pettersson – de quien se acaba de celebrar, de forma casi inadvertida, el primer centenario de su nacimiento -, aun tratándose de estéticas distantes, incluso alejadas en lo cultural. La voluntad clasicicista de Tranströmer – en el sentido civilizador de la palabra – contrasta con el dolor lacerante, caótico y enfermizo, que impregna las partituras del enorme sinfonista sueco. Pero no puedo dejar de pensar en ellos dos como en una especie de alfa y omega de la sensibilidad contemporánea, unidos por la soledad y un dolor callado, inexpresivo, que lucha contra la nada. Y detrás de su obra la piedad, siempre la piedad, como el modo privilegiado de leer y de comprender el siglo XX con su arsenal de sufrimiento.
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Poeta apolítico – y quizás por eso mismo un candidato poco natural al premio Nobel -, la de Tomas Tranströmer es una de las voces más austeras, elegantes y precisas de la literatura mundial. A menudo se le ha considerado un poeta esencialmente surrealista, sometido a la riqueza de un mundo onírico que bebe, en primer lugar, de la riqueza del paisaje nórdico con su pantone de tenues colores. Sin duda, en títulos como Para vivos y muertos o en Bálticos, el lector hallará los sueños, así como la prodigiosa habilidad de un orfebre del color, pero no la folie de un surrealista. Sucede más bien al contrario: Tranströmer es un poeta metafísico – de la misma estirpe de Milosz, Brodsky o Seamus Heaney – y, al igual que ellos, busca, con su obra, penetrar en la espesura de lo real, ceñir una luz que – alla Spinoza – comprenda al hombre en lo que tiene específicamente de humano. Así leemos en dos de los versos más brillantes de su poema magno, Bálticos: “expresamos con nuestras vidas algo/ en un coro que tararea con palabras erróneas.” Son estas palabras manchadas, a veces hirientes, como barridas por el Ángel de la Historia, las que deletrean el mapa de los sueños de Tomas Tranströmer.
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Fue en Stepping Stones, el libro de entrevistas con Seamus Heaney que firma Dennis O’Driscoll, donde entendí la clave sobre la que se asienta la obra del gran poeta irlandés: “¿Qué has hecho de tu vida, Seamus? – se pregunta Heaney -, ¿qué has hecho con ella?” Esa pregunta repetida una y otra vez, igual que un bajo obstinado en la experiencia moral del hombre, recorre también toda la obra de Tranströmer. Como un oficio de difuntos, la poesía del último Nobel ilumina el paso de la vida a la muerte, la fugacidad de lo existente y la lucidez de la serenidad; es decir, una especie de Danza de la Muerte en la que se representa nuestro deber con el pasado y con nuestro prójimo. ¿Qué hemos hecho con nuestras vidas?, susurramos. La poesía de Tranströmer – y la de Heaney y la de Milosz y la de tantos otros – nos recuerda que en ese deber cumplido, aunque sea torpemente, es donde se aloja la humanidad.
Artículo publicado en Ambos Mundos
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