«El ruido eterno»
Autor: Alex Ross (Traducción de Luis Gago)
Editorial: Seix Barral
Gustav Mahler llegó a Nueva York el 21 de diciembre de 1907. En América, esperaba encontrar “un hogar espiritual, una tierra sin complejos”. Huía de Viena, pero muy posiblemente también huyera de sí mismo. En El ruido eterno, el crítico musical del New Yorker, Alex Ross, narra las tardes en los fumaderos de opio de Chinatown, las sesiones de espiritismo a las que asistía Mahler, la luz intacta de Nueva York – ese azul no gastado, en definición de Paul Morand – y la soledad del hombre contemporáneo perdido en la angostura del tiempo. “Cuando se dirigía a un concierto – escribe Ross -, Mahler se negaba a contar con un chofer y prefería utilizar el metro. Un músico de la Filarmónica vio en una ocasión al gran hombre solo en un vagón de metro, mirando con expresión ausente como cualquier otro usuario camino del trabajo.”
En efecto, quizás la música del siglo XX sea la música de la expresión ausente, la música desorientada de un siglo que se mueve entre los totalitarismos, las ideologías y el nihilismo. Ross señala con acierto que el arte del pasado siglo es el reflejo de una historia convulsa que, a veces, da la sensación de quererse autodestruir. El compositor alemán Stockhausen llegó a componer una pieza para cuarteto de cuerda y helicóptero que nunca ha podido ser interpretada. Las formas musicales se tensan y destensan de un modo asombroso, al igual que el poder político o la conciencia social. En el prólogo leemos que la intención del autor es contar el siglo XX a través de la música. El resultado es fascinante, a pesar de que el colapso de la historia supone la atomización de la experiencia artística. Al final, ¿qué relato nos presenta la música moderna? La respuesta nos la da Mahler, un compositor genial y caótico, que andaba por los vagones de metro con la mirada ausente y perdida.
Hay un reverso de la soledad que es el terror y el grueso del libro de Ross le está dedicado. El terror de la música en los campos de exterminio, incesantemente interpretada por un ejército de instrumentistas famélicos. El terror de Stalin en las noches blancas del Kremlin, escuchando, una y otra vez los conciertos de Mozart grabados por la pianista Maria Yudina. “En la música -dijo Yudina -siento los clavos de Cristo martilleando la Cruz” la repetición rítmica del horror y de la blasfemia. El terror es Hitler cuando anuncia la solución final citando el Parsifal de Wagner: “Siempre se han reído de mí como profeta – vociferaba el Führer en 1942 – . De aquellos que entonces se reían son incontables los que ya han dejado de reír. Los que aún siguen riéndose dejarán también de reírse dentro de poco.” La cita se aclara cuando caemos en la cuenta de que la risa de los judíos es la risa de Kundry, en el Parsifal. Otto Weininger escribirá que “la culpa metafísica de los judíos es haberse reído de Dios”, una risa histérica que penetra el mundo como una pesadilla.
El ruido eterno nos habla de la música y del poder, en un libro llamado a fascinar a cualquier lector culto. Como todo relato moral, Ross nos muestra a sus héroes – Messiaen, por ejemplo – y a sus antihéroes – Boulez -, y quizás se demora demasiado en los compositores estadounidenses en detrimento de otros autores mucho más notables:Falla, Bártok y Ravel, serían los más evidentes. En realidad, no importa: El ruido eterno se lee con el vigor de una obra llamada a perdurar.
Artículo publicado en el suplemento Bellver en 2009 (Diario de Mallorca)
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