Fue Diego Salazar quien me habló por primera vez de la obra del pintor Juan Francisco Casas. Antes habíamos tomado unas cervezas con el escritor boliviano Edmundo Paz Soldán, del cual ultimábamos una nueva edición de Río Fugitivo, novela que lleva camino de convertirse en un clásico de la literatura hispanoamericana más reciente. El libro de Edmundo es una bildung asombrosa – lejanamente influida por Vargas Llosa – que delimita un territorio mítico donde la pérdida dolorosa de la infancia confluye con el poder, la corrupción y el desengaño. A la salida del bar – hacía frío, anochecía – nos pusimos a conversar sobre un pintor que a mí me gusta mucho, Damián Flores, quien iba a inaugurar una exposición sobre el Madrid racionalista. Fue entonces cuando Diego nos habló de Juan Francisco Casas a quien había entrevistado recientemente, creo que para Letras Libres: “Es un pintor fascinante – nos dijo –. De lo mejor que hay ahora en España”.
Apodado Bicasso por la prensa inglesa, Casas es un pintor sorprendente. Sus cuadros, de más de dos metros, son un retrato a boli Bic del rostro sombrío y sensual de la noche. Por ellos deambulan las mujeres, el sexo, las copas, los rostros, la ropa interior, los gestos detenidos en el tiempo, las muecas, los labios, los ojos… la mirada de toda una época que, en cierto modo, también es la mía. Me refiero a una generación – la nacida en los 70 – que llegó a la vida adulta en los 90 y cuya educación sentimental – de copas y de noche – dibuja Casas con precisión. Su obra refleja la soledad metafísica de sus protagonistas a través del jadeo casi sexual de unos cuadros que quieren quebrar el silencio, fracturarlo para que, a través de sus grietas, penetre la luz. Son cuadros sobrecogedores porque el nihilismo se encuentra allí como un gemido inconsciente, como un anhelo, a menudo truncado, de amor. El uso obsesivo de la tinta azul del Bic funciona también como una plancha nítida y depurada de la realidad; una realidad cotidiana, sucia, intrahistórica en el sentido que Benjamin le daba a los grandes relatos. Quiero decir que para Casas no somos pobres en historias memorables, sino que los relatos de nuestro tiempo se narran en la soledad cotidiana: una noche de alcohol, un rostro desconocido en la barra de un bar, los ojos de una amante que quizás no volvamos a ver. La realidad es perturbadora, nos viene a decir con sus cuadros su autor, pues la belleza – como sabían los griegos – enlaza con el espanto. Kierkegaard nos hablará del temor y del temblor para referirse a una fascinación similar.
La pintura de Casas apunta hacia una verdad indefinible, que se sustancia además en el tiempo y que, en cierto modo, nos redime. La frágil soledad de algunos de sus retratos son rostros convertidos en memoria, como un atlas de la carne que desea volver a la vida y escuchar de nuevo una sola palabra que le fue susurrada al oído cuando nacía el día.
Artículo publicado en Diario de Mallorca
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