Descubrí la poesía de Louise Glück (Nueva York, 1943) gracias al novelista Brian Bouldrey, que sabía de mi afición por los poetas del Objectivist Group: William Carlos Williams, Charles Reznikoff y, sobre todo, mi admirado George Oppen. Glück, que ha dedicado algún ensayo a la obra de Oppen, comparte con los objetivistas un interés común por la sencillez verbal, la sfumatura de los silencios y una especie de austeridad mística, desnuda, en su acercamiento al ser humano. La poesía de Glück, además, se ciñe a los límites de la sensibilidad romántica cuando se declara incapaz de disociar el sufrimiento propio de la herida del mundo, quizá porque en su caso la poesía sea un modo de conjurar una tendencia crónica a la depresión y una temprana anorexia. En Ararat – cronológicamente un libro anterior a El iris salvaje, aunque su publicación en castellano se haya demorado hasta 2008 – se puede leer este verso inaugural: “Long ago, I was wounded” (“hace mucho tiempo, fui herida”); que encuentra su continuación natural en el primer verso de El iris salvaje: “At the end of my suffering/there was a door” (“Al final del sufrimiento /me esperaba una puerta”). Más adelante, y de un modo definitorio, leemos: “Simplemente supimos que no es propio de la naturaleza humana amar sólo aquello que nos devuelve amor”.
La poesía de Louise Glück se mueve entre la introspección y un simbolismo de corte natural que se oculta en un laberinto de medias voces. La superioridad de El iris salvaje sobre el resto de su obra se debe a que la búsqueda de la identidad propia se realiza desde el exterior, utilizando el ciclo natural de las flores de un jardín y la cadencia litúrgica de un Dios ignoto, obviamente gnóstico, hastiado por el peso de la vida: “Si pudieseis tan sólo abrir los ojos/ me veríais, veríais el vacío/ del cielo reflejado en la tierra, los campos/ desiertos, sin vida, cubiertos de nieve./ Luego la blanca luz/ sin el disfraz de la materia.” Condenados a un nihilismo de la luz que desencarna la materia, el lector asocia de inmediato la palidez del color con las sombras de la noche, una misteriosa relación que establece la King James y que tanto fascinó a Jorge Luis Borges. También Melville interpretó la deslumbrante ausencia de color como un eco del infierno, como un espejo depurado de la nada. Glück, más recatada, se aferra al silencio insondable de las flores para atestiguar la lucha entre la belleza y la desolación en el cuadrilátero de la vida.
Escuché a Louise Glück recitar sus poemas en una biblioteca universitaria de New Jersey a mediados de los noventa. Al terminar la velada, me acerqué a ella y le dije que El iris salvaje me recordaba, en su tono, el Winterreise schubertiano: una peregrinación por los límites de la desesperanza, donde la compasión y el dolor se entrecruzan en la fragilidad del amor. Ella, entonces, esbozó una ligera sonrisa y contestó que quizá tuviera razón, aunque no le correspondía juzgarlo a ella. No quise preguntarle nada más. Al salir a la calle, abrí el paraguas y me dispuse a volver andando hasta casa.
Artículo publicado en Bellver.
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