Es difícil saber qué lugar reservará la historia a Tony Blair, el político que modernizó el lenguaje y las formas del Partido Laborista británico. Valentí Puig ha afirmado, con acierto, que “el gran mérito de Blair fue dar continuidad al thatcherismo envolviéndolo en el celofán de algo nuevo y moderno”. Los resultados saltan a la vista; los thatcherianos, digo. Los gobiernos sucesivos de Margaret Thatcher impulsaron el conjunto de reformas más fecundo que ha conocido Europa en las tres últimas décadas, desbaratando – quizá para siempre – el populismo demagógico de las burocracias que, al fin y al cabo, han terminando adquiriendo en las democracias la forma y el aspecto de un Leviatán contemporáneo. La profunda vitalidad económica y cultural del Reino Unido sería impensable sin las transformaciones estructurales y sociales que puso en marcha Thatcher y que se llevó por delante, no sólo el país subsidiado y empobrecido que había heredado de sus antecesores, sino también las rígidas estructuras de la gran Inglaterra: la de una cierta aristocracia tan fina y elegante como incapaz de adaptarse a las exigencias del mundo moderno. Tras el breve lapsus de John Major, Blair recibió un país moralmente distinto. Quiero decir que el mayor logro de La Dama de Hierro fue de orden moral, intelectual si se quiere. Como una imagen que proyecta su sombra, al hablar de Blair nunca se podrá obviar el papel de la antigua premier británica. Son sus ideas, y no otras, las que se encuentran en la retaguardia del “New Labour”.
El mérito de Blair fue, por tanto, decodificar el thatcherismo en una variante del lenguaje pop de la modernidad. Dos son las claves que permiten explicar su éxito mediático: el sentimentalismo intelectual y el acierto en la gestión económica. La modernidad de Zapatero también se podría resumir de un modo similar: por un lado, se adopta el sentimentalismo – o su variante intelectural, el buenismo – como regla moral. Por otro, la asepsia ideológica de los técnicos se encarga del manejo de la contabilidad. La diferencia en los resultados empequeñece a uno de los dirigentes pero no engrandece al otro.
Siendo el más europeísta de los británicos, Tony Blair tuvo la mala suerte de ser un gigante entre enanos. Quizá eso le impidió convertirse en el puente necesario que sellara el compromiso de fidelidad transatlántica. Al final, se vio obligado a optar por el bilateralismo cuando el mundo empieza a articularse multilateralmente. En este sentido, su sucesor, Gordon Brown, lo tendrá más fácil. Al lado de Angela Merkel, el dúo Schröder – Chirac palidece.
El Primer Ministro británico cierra sus años de mandato, manifestando su deseo de convertirse al catolicismo, en uno de los giros más sorprendentes de los últimos tiempos. Manejando el repertorio gestual de símbolos hasta el último momento, Blair optó por esperar hasta el final de su mandato para concretar un segundo encuentro papal en las colinas de Vaticano. De este modo, entrará a formar parte de una larga lista de conversos ilustres del anglicanismo: el Cardenal Newman, G.K. Chesterton, Evelyn Waugh, Graham Greene…. Hasta en esto, supo Blair jugar su papel a medio camino entre el tradicionalismo british y el mundo rutilante de las estrellas mediáticas.
Artículo publicado en Diario de Mallorca
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