La vida se compone, sobre todo, de renuncias. Algunas grandes, otras no tanto. Una vez conocí a una persona que sólo aceptaba los lugares santos. Vestía de modo impecable, su gusto era exquisito. En su casa de Nueva Jersey se alternaba la pintura flamenca con las máscaras africanas, un dibujo a lápiz de Picasso con unas caricaturas de Caruso. Por un momento le envidié. Pensé en la belleza como en un estilo moral que te protege frente a la miseria cotidiana. Y así es, pero sólo hasta un límite. Quiero decir que ese hombre se rodeaba de la belleza para no sentir ninguno de los rasguños de la vida. Era una elegancia impostada, como la del avaro que sobrevive con la respiración asistida de la cuenta corriente. Y entonces, sentí pena por él. Me dije que la vida se sustenta en la renuncia. A veces, incluso, por miedo a vivir.
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