Icono del sitio El blog de Daniel Capó

Viernes Santo

El cristianismo es una religión llena de paradojas. Un ejemplo lo encontramos en la conciencia de fracaso que la acompaña desde sus inicios. Para los judíos, Jesús fue un mesías fallido, vilmente asesinado, que situó su Reino fuera de la historia. Según los cristianos, el Apocalipsis constituye el extraño pronóstico que hace la Iglesia sobre su propio final. “Pero, cuando regrese el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe en la tierra?”, se pregunta Jesús en el Evangelio de San Lucas. De este modo, los últimos días no se presentan como una parábola lineal que refleje el progreso de la humanidad, sino como la constatación de una derrota. A Jesús, sus discípulos más cercanos –los apóstoles– lo abandonaron en la cruz. Ni siquiera ellos estaban seguros del poder de un mesías, aparentemente débil y despreciado, que se había dejado maltratar por el poder de los hombres. La humillación definió el rostro del cristianismo. La nueva fe se extendió por todo el mundo romano gracias a la sangre de los mártires: miles y miles de vencidos a lo largo de toda la ribera del Mediterráneo. En su reciente carta sobre la crisis de los abusos sexuales, el papa emérito Benedicto XVI ha vuelto a apelar a esa Iglesia de los mártires frente a cualquier otra. Esa Iglesia, dice Joseph Ratzinger, “es indestructible”.

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