Cuando yo era niño, con el calor llegaban las medusas, los alemanes y el olor a Nivea. Es un mundo que sigue ahí, imperturbable, un verano tras otro, aunque se escurra entre mis manos como la arena de la playa. Recuerdo el rostro de mis amigos muertos –pequeños flashes; una sonrisa, amable y rígida en la memoria–, pero he perdido la modulación de sus voces, el color de su piel o de sus ojos. Ni siquiera sé si los reconocería al volverlos a ver: yo, un crío; ellos, niños o ancianos en el tiempo embalsamado de un camposanto. El verano era Mallorca y, dentro de Mallorca, un pequeño puerto de pescadores donde alternaban Ana Obregón y el guardaespaldas de Ringo Starr, un crío llamado Manuel Valls y Pepe Oneto.
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