Al pensar sobre la memoria de España, cabe preguntarse cuál es el rastro que ha dejado en nosotros Sefarad. ¿Cuáles son las huellas de su legado en nuestra cultura?, ¿dónde se preserva su recuerdo? No en la lengua, desde luego –al contrario de lo que sucede con el árabe, tan presente en el castellano o en el catalán–, ya que apenas unas pocas palabras de nuestro vocabulario provienen del hebreo. Tampoco es la nuestra una sociedad rica en esa peculiar densidad bíblica que caracteriza a los países de raíz luterana, tan habituados a frecuentar la lectura del Antiguo Testamento. ¿Y qué permanece de aquellas comunidades judías que poblaron España en la arquitectura medieval de nuestras aldeas y ciudades? De nuevo, poca cosa: unas contadas sinagogas reconvertidas en iglesias y el sinuoso trazado de las calles en las juderías. Podemos determinar seguramente una mayor influencia en la gastronomía local, perdida ya en la noche de los tiempos (el uso, por ejemplo, del aceite de oliva en lugar de la manteca de cerdo para cocinar y quién sabe si, en su origen, la ensaimada mallorquina).
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