Uno de los privilegios de la paternidad es retornar, aunque sea de forma momentánea, al paraíso perdido de la infancia. Es el gozo del amor que se refleja en la vida incipiente, aún no herida por las garras de la experiencia, el cinismo, la traición o por los sinsabores inevitables del fracaso y el engaño. Hay algo hermoso ahí que a uno le gustaría preservar para siempre, dejarlo intacto como la vislumbre de una tierra más noble, pero sabiendo que sólo puede ser transmitida y que quizás la eternidad no consista en nada más que en eso: en comunicar la sencillez cotidiana del amor, permanecer fieles a su alegría y a su esperanza.
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