La caída de Troya

por | Dic 5, 2019 | Literaria | 0 Comentarios

La épica, con su lento discurrir narrativo, ilumina el corazón de cualquier época. Pensemos en la caída de Troya, narrada por el poeta Virgilio en su Eneida. En el Libro II asistimos al desconcierto de los troyanos ante la retirada de los griegos y el misterioso regalo que aguarda silencioso frente a la muralla: un caballo gigantesco fabricado con tablones de abeto y cuyo vientre hueco oculta el terror que va a llegar con la noche. El ardid de la diosa Atenea insinúa la maldición de Pandora: los cofres cerrados donde se contiene el mal hasta que, una vez roto el sello, se esparce por las calles, los templos y los hogares. Sólo la vidente Casandra y el sacerdote Laocoonte advierten de la destrucción que se acerca. Pero para que eso suceda, el caballo tiene que entrar en la ciudadela y los habitantes de Troya acogerlo con gozo. Bajando de la fortaleza,  Laocoonte increpa a la muchedumbre atónita: «Míseros conciudadanos, ¿qué es esa locura tan grande? / ¿Es que creéis que se fue el enemigo y que no tiene engaños / lo que regalan los griegos? ¿Así conocisteis a Ulises? / Los aqueos se encierran y ocultan en estas maderas, / o este artefacto lo hicieron en contra de nuestras murallas, / para espiar nuestras casas y ser de este pueblo la ruina, / o engaño hay dentro de él; no creáis al caballo, troyanos. / En cualquier caso, hasta si hacen regalos, yo temo a los griegos». Y a continuación el sacerdote arrojó una lanza al costado del monstruo, que se clavó en su cuerpo y dejó escapar un sordo gemido. Nadie quiso escuchar ese quejido. Virgilio insiste en que, pese a las señales, fue el destino trazado por los dioses y la ciega obstinación de los hombres la que puso fin a la ciudad; fuerzas, en definitiva, de carácter irracional que ni conocemos ni sabemos controlar.

¿Cuánto hay de trágico en nuestro mundo? ¿Y cuánto de irracional? Sin duda, mucho más de lo que nos gustaría creer. Una de las lecciones de los clásicos es que determinados patrones se repiten, no porque la historia sea cíclica –aunque sin duda cuenta con abundantes rasgos miméticos–, sino porque la condición humana muta muy lentamente. Para los griegos, Apolo era el dios del orden y la armonía y, sin embargo, uno de sus animales simbólicos era el ratón, como dando a entender que por debajo del equilibrio se encuentran las alimañas que roen sus fundamentos, amenazando la estabilidad de la edificación. Los ratones serían de este modo los elementos irracionales que deshacen los espejismos de la razón.

La estratagema del caballo de Troya nos habla de una trampa que se introduce dentro de las murallas de la ciudad y la destruye por dentro. Unos pocos lo advierten, pero la mayoría cae alegre y confiada en el engaño. «Pobres nosotros –escribirá Virgilio–, de quienes aquel era el día postrero, por la ciudad adornamos los templos con fronda festiva». Los pocos que siguen despiertos son silenciados por el jolgorio de la celebración: son los profetas de unas calamidades que nadie quiere escuchar. Para que una sociedad muera antes tiene que haber entrado la enfermedad en su interior. En el mundo moderno, esa enfermedad se llama desconfianza.

Encerrados en nuestros muros –los de la democracia–, vemos aparecer constantemente caballos de Troya dispuestos a engañarnos con sus argucias. Conviene no cruzar determinadas líneas rojas  ni ceder a sus encantos con excesiva frivolidad; no sea que sin querer veamos perecer a la Europa pacífica y próspera que surgió de la posguerra y de la que somos hijos y herederos.

Artículo publicado en Diario de Mallorca.

Daniel Capó

Daniel Capó

Casado y padre de dos hijos, vivo en Mallorca, aunque he residido en muchos otros lugares. Estudié la carrera de Derecho y pensé en ser diplomático, pero me he terminado dedicando al mundo de los libros y del periodismo.

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