La espuma de las primeras olas

por | Ago 7, 2019 | Literaria | 0 Comentarios

En 1942, el poeta polaco Czes?aw Mi?osz ya había visto pasar el Apocalipsis ante su apartamento en Varsovia: los Panzer alemanes recorriendo las avenidas de la ciudad bajo la luz fría de la mañana, los judíos encerrados en el gueto, las matanzas rituales que seguían el dictado de la raza y anunciaban la puesta en marcha de una “Solución Final”. El joven Mi?osz –que apenas rebasaba los treinta años– supo entonces que la mirada percibe en ocasiones una realidad vedada a la mera razón. Su desconfianza hacia la abstracción de las ideas puras, hacia una metafísica que desconozca la carnalidad de la imaginación, se originó en aquellos años definidos por un intenso horror. «Nos hemos liberado –comentó– de tantas mentiras tranquilizadoras, de tantas ilusiones y subterfugios; lo opaco ha devenido transparente». Esta transparencia equivale a una desnudez que ya ninguna ideología puede revestir ni justificar. La locura de las masas, por ejemplo, cuando inician uno de sus recurrentes procesos de histeria colectiva y autodestrucción, casi siempre de forma festiva, como quien celebra un banquete. En uno de los ensayos que escribió durante la guerra observaría que, tras la bacanal de la ideas, «todo colapsa, todo parece artificial y efímero, mientras los resultados de la crueldad humana se confunden con la crueldad de la naturaleza». Enfrentado a una civilización en ruinas, Mi?osz volverá entonces sus ojos hacia las cuestiones fundamentales: Dios y el hombre, el trazo fino del tiempo, la necesidad de la belleza, la fuerza moral de la imaginación, el poder frívolo del mal, la urgencia de atender las razones de la esperanza… contra toda esperanza, que diría la gran memorialista rusa Nadiezhda Mandelstam.

En su correspondencia de aquel año con el novelista Jerzy Andrzejwski, podemos seguir con detalle los meandros de su pensamiento. «Lo que me fascina –confesaba Mi?osz– no es sólo aquello que capta nuestra atención por su enormidad, como el surgimiento y caída de gobiernos, ejércitos, estados y dictaduras. Más que lo que tiene lugar a gran escala, son los pequeños hechos lo que me fascina: las diminutas arrugas de las olas que acaban de nacer, la suavidad de la brisa, los contornos de las formas que aún no han sido completadas…». A Mi?osz le interesaban estas pequeñas transformaciones porque quería indagar hasta qué punto «el hombre es un ser susceptible a la autosugestión». En este sentido, su convicción sobre los efectos devastadores de las ideologías era la consecuencia de una observación previa: las ideas cuentan precisamente porque abonan el campo para las creencias colectivas y la acción. El bien y el mal, la concordia y el terror, la civilización y la barbarie se propagan con las ideas que las sostienen y alimentan. De ahí la importancia última del contenido concreto de la fe que profesamos y su ligazón con un sentido de lo verdadero. No todo lo que sucede ante nuestros ojos tiene que ver con el reino de las sombras ni con el mundo de las ilusiones. Pero las sombras y las ilusiones conforman también la espesa telaraña de la realidad que nos envuelve y dirige hacia algún destino: desconocido a menudo, sobrecogedor a veces.

Mi?osz y Andrzejwski intercambiaban sus cartas no por correo, sino en el Café de las Actrices, donde cada noche tocaba el piano el compositor Witold Lutos?awski. En aquellos años un oficial de la Wehrmacht, el escritor Ernst Jünger, buscaba en la frontera rusa de Ucrania un Brutus dispuesto a asesinar a Hitler. Un pastor protestante, Dietrich Bonhoeffer, y una enfermera holandesa, Etty Hillesum, reflexionaban desde su prisión sobre la fragilidad de Dios ante el mal. En otro campo de concentración, Olivier Messiaen componía una de las obras maestras del siglo XX, su Cuarteto para el Fin de los Tiempos. En la URSS, Dmitri Shostakóvich estrenaba su gran pieza propagandística sobre la guerra: la sinfonía Leningrado. En Múnich, Walter Gieseking interpretaba cada noche la obra pianística  de Claude Debussy, mientras el público podía oír a los lejos los gritos de los judíos deportados a Dachau, que clamaban por su vida desde los vagones del tren. Ese terror representa, en acertada expresión de Walter Benjamin, la auténtica “medianoche de la Historia”.

Poco tiempo después, Czes?aw Mi?osz huiría de Polonia navegando de noche en piragua por los ríos de Europa. Escribió: «Los movimientos fascistas fueron preparados por un largo trabajo de charlatanes del pensamiento que confundieron las conciencias».  En 1953 publicará El pensamiento cautivo, un ensayo fundamental para comprender la raíz totalitaria de la otra gran ideología asesina del siglo XX: el marxismo. Hay algo extrañamente premonitorio en toda su obra, quizás porque lo que sus ojos vieron fue el infierno. Es importante recordarlo cuando el presente nos exige prestar atención a la espuma ligera de las primeras olas: el descrédito de Europa, el retorno de los populismos, la dialéctica amigo-enemigo como esencia de la política… Diríamos que hay perspectivas de la Historia que hacemos mal en olvidar: la irracionalidad humana –por ejemplo–, el fuego despiadado del fanatismo, la angustiosa frivolidad de los demiurgos que detentan el poder, el empobrecimiento de la imaginación en lo que tiene de cultivo de una belleza ejemplar, el peligro de sentimentalizar la condición humana. Mi?osz nos habla del pasado, pero también del presente. Todos los clásicos así lo hacen. Y su lúcida mirada sigue vigente hoy como advertencia y como lección.

ARTÍCULO PUBLICADO EN EL DEBATE DE HOY.

Daniel Capó

Daniel Capó

Casado y padre de dos hijos, vivo en Mallorca, aunque he residido en muchos otros lugares. Estudié la carrera de Derecho y pensé en ser diplomático, pero me he terminado dedicando al mundo de los libros y del periodismo.

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