Con un arado romano

por | Abr 17, 2019 | Animal Social | 0 Comentarios

«Mi padre trabajaba con un arado romano, / los hombros como una vela henchida / atada entre el surco y las estevas. / Los caballos tiraban al chascar la lengua». En estos versos, el poeta norirlandés Seamus Heaney nos habla de un mundo antiguo que nos resulta cada día más ajeno. Un hombre nacido en los años setenta, incluso en los primeros ochenta, sabrá de lo que hablo. Ese hombre puede mirar hacia atrás –el verano, la siega, los campos resecos, la recolección de la almendra, las horas detenidas bajo el calor– y reconocer en su infancia un tiempo y un espacio que no distaba tanto de los versos de un poeta clásico. La mecanización de la vida rural ya había iniciado su camino, pero las manos todavía se afanaban sobre la tierra; junto a los cerdos, las gallinas picoteaban el suelo y, al llegar la noche, ninguna tablet interrumpía la conversación de los hombres. La naturaleza todavía conservaba sus nombres, que se usaban con normalidad, sin la pedantería urbana del ecologismo. Los niños ya no trabajábamos el campo, pero sí percibíamos su inmensidad y lo difícil que era domeñarlo, hacerlo pequeño y humano. Para los romanos, las palabras pago, página o paz contaban con una etimología común que apelaba a la tierra labrada, domesticada con esfuerzo. En sentido estricto, la mirada de Heaney hacia su padre es la propia de un niño fascinado por la virtud del trabajo. «Deseaba hacerme mayor y usar el arado, / fortalecer mi brazo, cerrar un ojo. / Lo único que hacía era seguir / su amplia sombra por la granja. / Yo no era más que un estorbo, tropezaba, caía, / siempre parloteando. Pero hoy / es mi padre el que tropieza sin parar / detrás de mí, y no se aleja nunca».

Los ciclos de la naturaleza reflejan el desgaste del tiempo. Poco queda de ese mundo –clásico, romano, primitivo y civilizado a la vez–, que un día fue también el nuestro. Alrededor de un televisor, una familia mira a ratos una película, cada uno ensimismado en sus asuntos: el wasapeo incesante de los móviles, los juegos del iPad, el flujo de noticias que dispara Telegram. No se trata de un juicio melancólico, sino una descripción de la realidad. El mundo cambia y con él la sensibilidad de los hombres. Durante siglos, se podía leer a Horacio o a Virgilio como si fueran contemporáneos. Las estrellas del firmamento, el sonido del viento entre los sauces, el fluir del agua en los riachuelos, el rostro agostado de los campesinos, la muerte de los niños, la repetida fecundidad de las familias obstinadas en sobrevivir, la inmensidad de las distancias, la lentitud de la vida…, todo tenía un significado común. Hoy, cada vez menos. O si lo tiene, será de un modo distinto; digamos que de segunda mano, fruto de la inteligencia pero no de una experiencia directa.

A medida que nos vamos desligando del pasado –me refiero a una sensibilidad, al cultivo de ciertas emociones–, nos alejamos también del corazón mismo de la cultura. Lo importante, explica George Steiner, es que no hurtemos a nuestros hijos la posibilidad de conocer ese mundo antiguo que nos ha conformado: la música de Bach y Beethoven, de Mozart y Schubert; la gran literatura de Shakespeare y Cervantes, del Dante y Homero; la pintura de Velázquez y Rembrandt, de Vermeer y Cimabue… Un mundo donde las emociones todavía echaban raíces en la lentitud y el asombro, en la búsqueda de un sentido en el cosmos y en la ejemplaridad de la virtud. “Lo único que hacía era seguir su amplia sombra por la granja”, recuerda Heaney. También nosotros deberíamos hacerlo con aquellos que admiraron lo más alto y digno de la civilización.

Artículo publicado en Diario de Mallorca.

Daniel Capó

Daniel Capó

Casado y padre de dos hijos, vivo en Mallorca, aunque he residido en muchos otros lugares. Estudié la carrera de Derecho y pensé en ser diplomático, pero me he terminado dedicando al mundo de los libros y del periodismo.

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