Una vieja discusión teórica plantea un dilema político ineludible. ¿Qué prima más en la forja de los países: el espacio o el tiempo? ¿Somos tributarios del clima y de la geografía o del lento transcurrir de los siglos?
La reciente Canadiana del ensayista y diplomático Juan Claudio de Ramón no elude esta cuestión, que recorre de arriba abajo la espina dorsal de la identidad canadiense. Y es que, definido por la infinitud de la naturaleza y por las servidumbres del rigor invernal, Canadá se ha construido ante todo en relación con el espacio.
«Por un lado –reflexiona el autor–, ese factor distancia hace de la canadiense una sociedad de frontera, vigorosamente solidaria. Para sobrevivir a un impío clima y a una vastedad sin igual, han de cooperar unos con otros y socorrerse en caso de peligro. Desde esta perspectiva, no es difícil de entender que haya sido un país propicio al arraigo de ideas socialdemócratas. Por otro lado, la inconsciente apropiación de un espacio infinito hace del canadiense medio un ser contemplativo y moderado».
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