Felizmente imperfectos

por | Sep 25, 2017 | Animal Social | 0 Comentarios

El profesor Gregorio Luri acaba de publicar un nuevo ensayo sobre la  necesidad de las familias felizmente imperfectas. No lo he leído todavía, pero sé que difícilmente estaré en desacuerdo. En cambio, nuestra época, que es felizmente idolátrica, adora cualquier atisbo de perfección: las naciones puras e incontaminadas, la ausencia de certezas –convertida en dogma– y el acoso al disidente, la falta de estilo y el entusiasmo por todo lo nuevo y grandilocuente. Se trata de una palabrería que habría gustado a los sofistas y que el propio Luri ha definido con lucidez ejemplar: “Estar a favor de todo lo bueno y en contra de todo lo malo”.

Aunque, por supuesto, lo bueno y lo malo, lo malo y lo bueno, puedan ser –y de hecho son– intercambiables en más de una ocasión, sin que a nadie parezca preocuparle en exceso.  Así, se puede reivindicar una presunta neurociencia para defender las inteligencias múltiples o la extraordinaria importancia del gateo para prevenir no sé cuántos déficits cognitivos, cuando, en realidad, la neurociencia dice exactamente lo contrario o, al menos, se muestra más prudente al respecto. Así, se defiende la educación por proyectos, pues al parecer los alumnos se implican y aprenden mucho más, cuando los datos estadísticos internacionales se manifiestan, como mínimo, escépticos. Así, se puede alardear de la inutilidad de la memoria para el aprendizaje, olvidando que sin memoria no sólo se carece de conocimientos, sino que tampoco puede haber creatividad ni crítica razonada. Por supuesto, las familias felizmente imperfectas –y los maestros– son bien conscientes de las limitaciones de sus métodos y no prometen la Arcadia de un aprendizaje sin esfuerzo. En tanto que imperfectos, descreen de los ídolos, lo cual paradójicamente los hace más humanos. No porque en el hombre no hallemos, generación tras generación, un aliento de utopía, sino precisamente porque en la fragilidad se esconde una sabiduría más profunda: la conciencia de nuestros límites a la hora de juzgar y de actuar.

Luri nos recuerda algo muy sencillo: que todos nuestros hijos tienen derecho a la imperfección de los padres y que esta verdad, tan obvia, resulta además muy saludable cuando el credo mayoritario de nuestra época anda en pos de las quimeras. Frente al valor de la empatía, reivindicar el abecé más elemental de la educación tiene algo de revolucionario: presentarse y saludar al llegar a una casa, despedirse cuando uno se va, ceder el asiento a una persona mayor, no atender al móvil ni ver el televisor cuando se come…, son hábitos cada vez más infrecuentes pero no por ello menos necesarios. Una familia felizmente imperfecta se preocupará poco del buenismo imperante que impele a estar a favor de la última moda políticamente correcta y, en cambio, leerá con sus hijos todas las noches porque sabe que la imaginación moral se ensancha con la literatura de calidad. Una familia felizmente imperfecta sabrá que el diálogo es secundario cuando se trata de aprender una habilidad no cognitiva tan fundamental como el autocontrol y que, por tanto, conviene más decir un “no” a tiempo que perderlo sermoneando a niños con discursos moralizantes que apenas entienden y de las que desconectan enseguida. Una familia felizmente imperfecta no se obsesionará con las actividades extraescolares, pero tampoco renunciará a los deberes ni desaprovechará los veranos para el estímulo intelectual. Una familia felizmente imperfecta no resulta ejemplar ni lo pretende: sólo intenta ser razonablemente buena.

Porque en eso consiste la vida: en hacer las cosas lo mejor posible, sabiendo que a menudo nos saldrán mal. Y que, en realidad, este fracaso contiene una lección, que es la dignidad. Aprender, por ejemplo, que las pequeñas derrotas nos fortalecen. Aprender que el deseo no es la medida ni de la felicidad ni de nuestros proyectos. Aprender que el progreso es un camino gradual, lento y dificultoso. Aprender, en definitiva, que el espectro de los deberes resulta mucho más amplio que el de los derechos. Y todo esto sólo podemos lograrlo si asumimos que la imperfección constituye una virtud paradójicamente ejemplar, que nos enseña a descreer de los savonarolas de cualquier tipo. Perseguir la perfección no sale gratis. Más bien al contrario.

Artículo publicado en Diario de Mallorca.

Daniel Capó

Daniel Capó

Casado y padre de dos hijos, vivo en Mallorca, aunque he residido en muchos otros lugares. Estudié la carrera de Derecho y pensé en ser diplomático, pero me he terminado dedicando al mundo de los libros y del periodismo.

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