El origen de las palabras

por | Sep 6, 2017 | Animal Social | 0 Comentarios

Durante la II Guerra Mundial, en París, el oficial de la Wehrmacht Ernst Jünger tenía el encargo de elaborar un informe sobre las últimas cartas que escribían a sus familias los soldados alemanes condenados a muerte por traición. Padecía de frecuentes migrañas y le asaltaba la melancolía y “el asco a las condecoraciones”. En su diario consigna que una tarde, paseando por el Sena, dudó si suicidarse. Percibía a su alrededor una civilización deshecha y el eclipse de las principales virtudes clásicas. Anotó que, en un mundo en descomposición, el hombre debe ser especialmente responsable de su entorno más cercano: la familia, los amigos, los subordinados. La idea era crear un espacio de humanidad allí donde uno todavía pueda hacer algo.

Cuando le ofrecieron dirigir un pelotón de fusilamiento aceptó “por curiosidad”, pero también para intentar que los últimos momentos de aquellos reos fueran lo más humanos posible. En las páginas de su diario donde relata este episodio, oculto bajo la frialdad clínica de la escritura, late el noble horror al nihilismo. Al llegar a casa, como todas las noches, empieza a leer el Antiguo Testamento, esa guía del pueblo judío y de la civilización cristiana. Se interroga sobre el mal y trata de mirarlo a los ojos, sin pestañear. El 4 de enero de 1942 apunta la siguiente observación: «Grüninger, que había estado conversando con un teólogo: el mal aparece siempre como Lucifer, luego se metamorfosea en Diablo y acaba mostrándose como Satanás. Es la progresión que va del Portador de Luz al Disgregador y luego al Aniquilador».

En realidad, Jünger piensa en la etimología de las palabras –y de los mitos– que refleja una experiencia primigenia de la historia. Lucifer, el Portador de Luz, representaría la promesa de una nueva libertad y de una sociedad más justa. Es la tentación del Edén, que se confunde con una acusación implícita: el mundo de vuestros padres es una mentira, una cueva de prejuicios, de intereses bastardos y prohibiciones que os impiden recuperar vuestros legítimos derechos. Pero, muy pronto, este deseo de libertad adquiere un perfil distinto, más anguloso y cortante. En su origen, la palabra diabolus se refería a la fuerza que disgrega, que separa, que parte en dos: los reinos rotos, la xenofobia y el racismo, el uso torticero del lenguaje que convierte al adversario en enemigo, la creación de chivos expiatorios, las guerras entre civilizaciones… “Divide et impera”, reza un viejo emblema militar: divide y domina. Lógicamente las sociedades desintegradas son ecosistemas débiles y maleables, sometidos a los instintos del miedo y la inseguridad. En esa gradualidad del mal, el Aniquilador supone la última frontera del mito, en la que el deseo inicial de mayor libertad se ha transformado en algo muy distinto y más perverso. Los tiempos de la aniquilación eran los que vivía Jünger: los de los totalitarismos y el Holocausto judío, los del Gulag y la matanza programada de inocentes.

La Historia –y la literatura– explica cosas que la razón no puede. O sólo de un modo muy incierto y frágil. Porque repugna a la conciencia aceptar que el hombre y las sociedades no son actores racionales que se mueven guiados por el sentido común y la voluntad de concordia. ¿Cómo explicar –desde la razón– que los terroristas de las Ramblas fuesen hijos de nuestra sociedad, que se hubieran educado en nuestros colegios y jugado en nuestras calles? ¿Cómo explicar que el odio pueda fomentarse y crecer en sociedades como la nuestra, que ha logrado el máximo grado de desarrollo y bienestar conocidos? La experiencia de la Historia nos recuerda entonces que el mal constituye un “misterio de iniquidad” que nos sobrepasa, y que pretender reducirlo a los esquemas de una ideología probablemente nos conducirá a frívolos equívocos. Y también nos enseña que debemos desconfiar de los señuelos tentadores, de los signos de división, del instinto del odio –porque sólo se mata gratuitamente si se odia, aunque ese odio se quiera disfrazar de un bien superior, sea cual sea–. Y tampoco podemos olvidar que lo que nos hermana es un sentido de la dignidad moral común a todos los hombres, más allá de los credos, las razas o las lenguas.

Artículo publicado en Diario de Mallorca.

Daniel Capó

Daniel Capó

Casado y padre de dos hijos, vivo en Mallorca, aunque he residido en muchos otros lugares. Estudié la carrera de Derecho y pensé en ser diplomático, pero me he terminado dedicando al mundo de los libros y del periodismo.

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