La diplomacia de la eternidad

por | Sep 25, 2015 | Política | 0 Comentarios

Foto: Getty Images

En la primera mitad del siglo XIX, Alexis de Tocqueville intuyó que el carácter y la cultura de los pueblos priman sobre la calidad de sus instituciones. Se trata, por supuesto, de una hipótesis discutible –Daron Acemoglu y James A. Robinson la refutaron recientemente en su aclamado estudio Por qué fracasan los países–, pero que merece ser ponderada en el caso concreto de la política exterior del Vaticano, último Estado absolutista de Europa. Esa singularidad –el papa, además de líder espiritual de millones de cristianos, reina como monarca absoluto– nos obliga a prestar una especial atención a la  personalidad de cada uno de los sucesores de Pedro. Ni Benedicto XVI fue Juan Pablo II, a pesar de la evidente sintonía entre ambos, ni Francisco supone una ruptura radical con sus predecesores, como podría deducirse de una apresurada lectura mediática de su figura. La realidad es que, si bien la diplomacia vaticana se rige por un arco temporal muy distinto en amplitud al de la mayoría de países democráticos, el particular temperamento e idiosincrasia de los papas desempeña un papel muy relevante en la orientación que adoptará. Al famoso axioma según el cual “la Iglesia piensa en siglos”, cabe añadir que los principales movimientos en el tablero internacional los inspira el propio pontífice. Él es el primer diplomático del catolicismo. En teoría, también su mejor embajador.

¿Hacia dónde se dirige la Iglesia capitaneada por Francisco? ¿Hasta qué punto el papa argentino va a ser capaz de impulsar la renovación de la misma? Y a nivel político, ¿asistimos a un decidido cambio de rumbo, en sentido opuesto al que marcaron los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI, o tan sólo a un lifting que no alterará en exceso el sesgo conservador de la institución? Son preguntas sin una respuesta clara, a pesar de las expectativas que ha creado en todo el mundo la elección de un papa hispanoamericano, significativamente alejado de algunas las categorías eurocéntricas de pensamiento y análisis. Si hacemos caso al biógrafo inglés de Francisco, Austen Ivereigh, la auténtica significación política de este papado se encuentra todavía “en proceso de construcción”, aunque ya desde su inicio se apunta una tendencia nítida: Bergoglio no rehúye la política, sino que cree firmemente en ella. Esta convicción lo aleja de su predecesor, Joseph Ratzinger, y en cambio lo acerca sorprendentemente a Karol Wojtyla.

“Para entender a Juan Pablo II –me sugiere Jorge Dezcallar, exembajador de España ante la Santa Sede–, no debemos olvidar la trágica historia de su país,  víctima del expansionismo prusiano y ruso, y devastado por los regímenes totalitarios del XX. La nación polaca, sometida al poder de los imperios vecinos, se sustentó sobre todo en la lengua y en el catolicismo.” Cuando a mediados del siglo XVII, poco después de la Guerra de los Treinta Años, el ejército sueco tomó Polonia y Lituania –un acontecimiento histórico que los polacos conocen como Potop, el Diluvio– y destruyó una innumerable cantidad de ciudades, pueblos e iglesias, sólo el Santuario de Cz?stochowa permaneció intacto, sirviendo de base legendaria para la reconquista polaca. El mito nacional y religioso estaba en marcha: la fe católica y la resistencia nacional iban de la mano. Y ahí radicaba su fuerza. El primer mensaje que Juan Pablo II lanzó al mundo fue precisamente: “¡No tengáis miedo!”. En esas palabras resonaba la historia de la resistencia polaca a través de los siglos. Tampoco entonces, a finales de los setenta, había que temer al comunismo.


«Juan Pablo II tuvo en Ronald Reagan a un aliado natural para resquebrajar el Telón de Acero»


Wojtyla encontró en Ronald Reagan un aliado natural. Se ha hablado y se ha escrito mucho acerca del vínculo especial que se estableció en aquellos años entre el Vaticano y Washington con el objetivo de resquebrajar el Telón de Acero. Presión económica y militar, por un lado; diplomática, por el otro. El Vaticano contaba con la contrastada calidad de sus servicios de información y con su notable influencia sobre los creyentes católicos de los países del Este, muy en especial sobre los polacos. Al mismo tiempo, la Iglesia empezó a perseguir, doctrinal y disciplinalmente, los experimentos con la Teología de la Liberación que se llevaban a cabo en algunos países latinoamericanos. La idea era debilitar el comunismo, frenando su expansión, aprovechando las contradicciones internas de la URSS y las ansias de libertad de los pueblos oprimidos por Moscú. Acostumbrado a la resistencia, Wojtyla no temía el combate, pues no en vano esa era la lección que había aprendido su país tras el Potop: los poderes mundanos desaparecen allí donde la fe se mantiene. Se apoyó además en un magnífico equipo de diplomáticos, entre los que destacaba el joven Jean-Louis Tauran, posteriormente elevado al cardenalato. “Es el diplomático más brillante que he conocido en mi vida”, me confesó Jorge Dezcallar.

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Si la personalidad de Karol Wojtyla fue la de un hombre que creía en una renovada primavera de la Iglesia y que apelaba al vigor de las multitudes, su sucesor, el teólogo alemán Joseph Ratzinger, respondía a un perfil distinto: el de un brillante intelectual obsesionado con la genealogía de la modernidad y el relativismo cultural, plenamente convencido de que el futuro de la Iglesia no se encuentra en las masas ni en las grandes magnitudes demoscópicas, sino en el fermento de una minoría de creyentes. Ratzinger fue el papa de las ideas, no el de la política concreta. Su obsesión era el eclipse de Europa, entendida como un sustrato particular del cristianismo. Se rodeó de un equipo formado mayormente por teólogos, con los que había trabajado durante años en la Congregación para la Doctrina de la Fe. En un giro típico de la política vaticana, durante su pontificado, las iglesias locales fueron llamadas a defender las líneas rojas del catolicismo –por ejemplo, en el debate sobre el matrimonio homosexual durante la primera legislatura de Zapatero–, mientras se preservaba la imagen de la Iglesia universal, que mantuvo mediáticamente un perfil más bajo. Superado por las filtraciones continuas de las Vatileaks y el descontrol en la Curia Romana –una herencia envenenada de los últimos años del pontificado anterior–, las dos principales actuaciones en política exterior de Benedicto XVI fueron protagonizadas por él en persona. La primera tuvo que ver con un discurso magisterial leído en la Universidad de Ratisbona, en el cual reivindicaba la profunda imbricación entre razón y fe, pero que causó malestar en el mundo musulmán a raíz de una cita empleada por Ratzinger, donde se ofrecía, en palabras del teólogo Juan  José Tamayo, “una idea beligerante de la religión musulmana y una imagen violenta del profeta Mahoma. La propia cita revela ya la  tendenciosidad del discurso y, objetivamente, sitúa el discurso del Papa en el horizonte de la teoría del choque de civilizaciones de Huntington”. Sin embargo, una vez pasado el shock inicial, las palabras de Benedicto XVI provocaron el efecto contrario y sirvieron para promover el diálogo interreligioso: primero, a través de una carta abierta enviada al Papa –firmada por treinta y ocho eruditos y líderes religiosos del Islam– y, después, con una visita de Benedicto XVI a la Mezquita Azul de Estambul. Para el vaticanista de L’Espresso Sandro Magister, el discurso de Ratisbona permitió que “el diálogo entre el cristianismo y el Islam, al igual que con las otras religiones, avance hoy con una conciencia más nítida sobre lo que distingue –la fuerza de la fe– y sobre lo que puede unir –la ley natural escrita por Dios en el corazón de cada hombre.” El segundo gran gesto político de Joseph Ratzinger fue, sin duda, su renuncia a la Sede Petrina: un hecho con escasos precedentes, que se siguió con atención desde las principales cancillerías. Su influencia ejemplar sobre otras abdicaciones y renuncias, dentro y fuera de la Iglesia, todavía está por determinar.

“Si algo define a la diplomacia vaticana –argumenta Jorge Dezcallar– es que aplica un doble principio. En primer lugar no se sujeta al corto plazo ni pasa cuentas con el electorado al terminar una legislatura, sino que literalmente su horizonte es la eternidad. Y en segundo lugar, cada vez más piensa y actúa en una clave plenamente universal. Resulta lógico si tenemos en cuenta la cantidad de creyentes en Asia, África e Iberoamérica, frente a los números menguantes en Occidente”. Esa auténtica universalidad –que no es un simple mimetismo de la cultura europea o de la americana– supone la primera novedad  que ha traído a Roma el papa Francisco y también el motivo por el cual no siempre resulta fácil clasificarlo de acuerdo con nuestra escala de valores. Tildar a Bergoglio de progresista o de conservador conduce a equívocos, como sostiene Austen Ivereigh en The Great Reformer. “El radicalismo de Francisco –escribe el periodista inglés– no se puede confundir con una doctrina progresista o con una ideología, sino con una vocación misionera y mística. […]. Francisco no se va a comprometer con los puntos calientes que dividen a la Iglesia en un Occidente secularizado; pero tampoco será un papa para la derecha católica: no va a emplear su ministerio para entablar batallas culturales y políticas”. Quizás el concepto sea otro: Bergoglio no es europeo y, por tanto, su percepción de los problemas del mundo y de la Iglesia no coinciden exactamente con los nuestros, tan a menudo autorreferenciales. “La realidad es más importante que las ideas”, ha declarado con frecuencia el Papa, y esa realidad –llamémosla global– coincide más con la pobreza que conoció en las villas miseria de su país, la falta de trabajo y de oportunidades, la corrupción política, las guerras y la crisis medioambiental, que con los afilados debates sobre el relativismo cultural que animaron el pontificado de su predecesor.


«Ratzinger estaba convencido de que el futuro de la Iglesia no se encuentra en las masas»


Benedicto XVI ha sido probablemente el último gran papa europeo. Francisco, en cambio, proviene de un mundo donde nuestro continente empieza a ocupar un lugar periférico, con algún deje –en su caso– de sentimentalidad peronista. Si somos plenamente honestos, hay poco o muy poco de la llamada “revolución franciscana” que no se iniciara durante la etapa de Joseph Ratzinger. La tolerancia cero frente a los casos de pederastia eclesial, la depuración de la banca vaticana, la preocupación por el medio ambiente, la crítica al capitalismo despersonalizado, el acercamiento ecuménico a las iglesias orientales, la puesta en marcha de lo que el vaticanista John L. Allen ha definido como “una ortodoxia en afirmativo” –más centrada en mostrar la grandeza de la propuesta católica que en subrayar el rigorismo moral– son todas ellas iniciativas que arrancan de Benedicto XVI y que el actual pontífice ha proseguido y potenciado. La diferencia radica en las prioridades y en la gestualidad. Francisco es un papa profundamente político, al igual que lo fue Juan Pablo II. Benedicto XVI, no.

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Los gestos, la política y la universalidad de la Iglesia constituyen los tres datos fundamentales para entender este papado. Francisco es un gobernante dispuesto a asumir riesgos y a practicar “una diplomacia de lo imposible”. En una conferencia dictada en la universidad de Durham, el actual embajador del Reino Unido ante la Santa Sede, Nigel Baker, señaló que el auténtico programa de gobierno de Jorge M. Bergoglio se compendiaba en el documento final que surgió de la Conferencia de Aparecida (2007) y en la exhortación apostólica Evangelii Gaudium (2013). Ambos textos resumen sus verdaderas prioridades: perseguir la paz, luchar contra la pobreza y proteger la ecología del planeta. O, si lo prefieren, en palabras de Francisco, la suma de las tres tes: “tierra, techo y trabajo”. Una tierra en paz y equilibrio, un techo bajo el que guarecerse y un trabajo digno para vivir. En definitiva, como ha advertido Marco Impagliazzo, de la Comunidad de San Egidio: “Hay que prepararse para una nueva etapa de audacia política por parte de la Santa Sede”.

Y, en gran medida, está sucediendo así. Francisco ha sustituido a una parte de la anterior curia por prelados pertenecientes a los cuerpos diplomáticos, con Pietro Parolin, exnuncio en Venezuela, como nuevo Secretario de Estado. A nivel simbólico, los gestos papales  se repiten casi a diario: solicitar desde el balcón de San Pedro la bendición del pueblo; abrazarse en el Muro de las Lamentaciones con representantes de las tres religiones monoteístas; invitar a Mahmud Abbas y a Shimon Peres a rezar por la paz en los jardines del Vaticano; impulsar, parroquia a parroquia, un plan de acogida para los refugiados sirios e iraquíes; internacionalizar el colegio cardenalicio… Junto a los gestos se encuentran decisiones arriesgadas, como reconocer al Estado Palestino; o declaraciones valientes, como referirse en público al genocidio armenio, provocando las airadas protestas del gobierno turco. Sin duda, el principal éxito reciente de la diplomacia vaticana ha sido su papel en la normalización de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos, según han admitido Barack Obama y Raúl Castro. “La Santa Sede –explicaba hace unos meses Pietro Parolin– actúa en el escenario internacional para sostener una idea de paz, fruto de relaciones justas, de respeto de las normas internacionales, de tutela de los derechos fundamentales,  empezando por los de los últimos, los más vulnerables”. Las palabras del Secretario de Estado son también las de Francisco.

Artículo publicado en Ahora Semanal.

Daniel Capó

Daniel Capó

Casado y padre de dos hijos, vivo en Mallorca, aunque he residido en muchos otros lugares. Estudié la carrera de Derecho y pensé en ser diplomático, pero me he terminado dedicando al mundo de los libros y del periodismo.

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