140 caracteres

por | Abr 1, 2015 | Animal Social | 0 Comentarios

“Soñábamos con lograr coches voladores y al final lo que tenemos son ciento cuarenta caracteres”, sostiene irónico el inversor y multimillonario californiano Peter Thiel. Para Thiel –un habitual de Silicon Valley, inventor de PayPal y primer business angel de compañías como Facebook o Linkedin–, durante estas últimas décadas el progreso tecnológico se ha centrado en el mundo de los bits pero no en el de los átomos. La sociedad de la información se ha desarrollado a una velocidad de vértigo: las redes sociales, la telefonía móvil, el correo electrónico, Internet y las nuevas redes de comunicación permiten que la cultura y el conocimiento se transmitan como nunca antes se había hecho. Podríamos pensar en un salto equivalente al que tuvo lugar cuando la imprenta facilitó la alfabetización de la Europa del norte e introdujo una cierta democratización en el acceso a la cultura. Nadie duda que, en el mundo de los bits, la revolución ha llegado para quedarse: leemos los libros en un Kindle y los colegios sustituyen los manuales por aplicaciones de tablet; Twitter crea lazos invisibles y Skype hace llegar no sólo la voz sino también la imagen de nuestros interlocutores. Los colegios reemplazan la enseñanza tradicional por un currículum que integre el trabajo cooperativo, los proyectos, la creatividad y la programación informática. Si los jesuitas en Cataluña o las escuelas finlandesas han optado por suprimir los exámenes, los deberes y las materias cerradas –mates, lengua, ciencias…–, es en gran medida porque la globalización  tecnológica de la información lo ha hecho posible. No sólo eso, los ciento cuarenta caracteres de un tuit condensan la sensibilidad cultural de toda una época. Si hubo una edad del jazz, hace ahora un siglo, quizás nosotros debamos reflexionar sobre la era de los bits, con su estética y sus valores propios.

Esta revolución contrasta con la parálisis innovadora que se da en el reino de los átomos. No hay coches voladores ni viajes teletransportados. Estamos lejos de las pesadillas utópicas de Blade Runner, aunque la nanotecnología amenace con diseñar abejas de cristal. El hombre todavía no ha colonizado Marte ni se ha curado el cáncer ni se ha frenado el Alzheimer u otras muchas enfermedades neurodegenerativas. Las energías renovables no representan una alternativa real a los combustibles fósiles y los Concordes han dejado de surcar el cielo. Hace cincuenta años ya disponíamos de teléfonos y antibióticos, de coches y calefacción central, de frigoríficos y aviones. Los trenes de alta velocidad aproximan ciudades distantes pero sus efectos no resultan equiparables a los de los Big Data. La piratería informática ha terminado con la industria discográfica; la robótica médica, sin embargo, no ha sustituido a los cirujanos.

Situado ideológicamente en las fronteras de lo libertario, Peter Thiel cree que es la burocracia lo que obstaculiza el avance en el mundo de los átomos y que, en cambio, la ausencia de  regulación ha espoleado el auge digital. El tipo de pregunta que se plantea es muy sencillo: ¿se imaginan una Agencia de los videojuegos –o de los gadgets o de la Web– que, antes de aprobar cualquier novedad exigiese pruebas de doble ciego, miles de ensayos y la autorización previa de un comité de sabios, como sucede con los medicamentos? La cuestión, en realidad, no es baladí: libertad y progreso van de la mano, del mismo modo que burocracia e innovación resultan antagónicas.

Que la historia de la humanidad es imprevisible lo demuestran los avances tecnológicos. Hace algo más de una década muy pocos habían oído hablar del fracking o de las posibilidades de las arenas bituminosas. La escasez de reservas petrolíferas auguraba la hiperinflación y alguna forma de eclipse energético. El mapa del genoma humano levantaba unas expectativas médicas que rozaban la magia. Los teléfonos móviles todavía no se habían convertido en sustitutos de los ordenadores ni Uber amenazaba el monopolio de los taxis. La mayoría de las innovaciones que esperábamos no se han cumplido y muchas otras que ni imaginábamos entonces forman ya parte de nuestra vida cotidiana. No disponemos de coches voladores –y, de hecho, tampoco se comercializan aún los coches sin conductor, aunque se hayan testado durante miles de kilómetros– pero sí llevamos incorporados, como una segunda piel, los ciento cuarenta caracteres de un tuit.

Artículo ublicado en Diario de Mallorca, abril de 2015

Daniel Capó

Daniel Capó

Casado y padre de dos hijos, vivo en Mallorca, aunque he residido en muchos otros lugares. Estudié la carrera de Derecho y pensé en ser diplomático, pero me he terminado dedicando al mundo de los libros y del periodismo.

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