La pianista de Stalin

por | Ago 21, 2013 | Perfiles | 0 Comentarios

Maria Yudina fue, sin quererlo, la musa de Stalin. Nació en 1899, en la pequeña localidad de Nével, en el seno de una familia judía. Era una pianista robusta, masculina, extremadamente subjetiva, que había tenido como compañeros de clase a Shostakovich y a Sofronitsky, el yerno de Scriabin. Su estilo era rotundo y, a menudo, carecía de matices. En una ocasión, Sviatoslav Richter le preguntó por qué había interpretado una pieza de Bach con tanta agresividad: “Querido Slava – contestó iracunda Yudina -, ¿cómo quería que tocara? ¡Estamos en guerra!”. Otra vez, aludiendo a unas sobrecogedoras variaciones beethovenianas, sostuvo que en esa partitura resonaba “el martillo que clava a Cristo en la cruz”. Percibía toda la música con esa misma intensidad, poco importa que se tratase de Stravinsky – al que adoraba -, de Beethoven, de Bartók o de Mozart. Era, sin duda, una de esas mujeres a las que aludía su amigo Osip Mandelstam en el último poema que escribió en su destierro de Vorónezh:

Hay mujeres nacidas en una tierra húmeda.

Cada uno de sus pasos es un grave sollozo.

Su vocación es acompañar a los resucitados

y saludar las primeras a los muertos.

Con toda seguridad, conoció el miedo, pero jamás lo demostró. Una vez, durante un concierto, leyó unos cuantos poemas de Pasternak, cuando el poeta ruso ya había caído en desgracia. Llevaba siempre una cruz ortodoxa anudada al cuello y los camaradas comunistas la insultaban tildándola de monja. Entre sus amigos, se encontraba lo más granado de la intelectualidad rusa del momento: Boris Pasternak, Osip Mandelstam, Pavel Florenski, Dmitri Shostakovich. Stalin la adoraba, aunque ella no le correspondiese en ese afecto. Se cuenta que una noche, Stalin – que padecía insomnio – llamó a Yudina para que interpretara el bellísimo Concierto nº 23 para piano de Mozart. Con Yudina, Stalin lloraba a menudo en la soledad de la noche. Quizá fuese la potencia devastadora de la música que lograba atravesar el oscuro umbral de la conciencia del viejo Koba. O quizá, antiguo seminarista, el dictador georgiano necesitase escuchar – como un eco de la culpa – la insistencia salvaje de un martillo clavando al hombre en la cruz. ¿Quién sabe?

El arte de Maria Yudina es inseparable de la particular fisonomía de su época, un siglo marcado por los asesinatos en masa y la devastación totalitaria. Oculta detrás de la ferocidad de sus interpretaciones, palpita la música más triste que jamás he escuchado: una tristeza a ratos delirante, obsesiva, definida por una desolación sobrehumana. Las notas, percutidas una y otra vez, se condensaban en un haz de sombras, que adquirían en sus dedos un sesgo visionario y monumental. Descreía de la tradición clásica, porque su tradición era la memoria y el deber de recordar los gritos y los susurros de los que se han ido. Nada más alejado de la serenidad equidistante, luminosa e intelectual de Alfred Brendel, – pienso, por ejemplo, en el Molto Moderato de la sonata D 960 de Franz Schubert, que Yudina interpretaba como un réquiem estremecedor – o de la pureza expresiva de Arturo Benedetti Michelangeli. En realidad, poco importa. No tuvo ni tendrá seguidores. Pero su luz perdura para unos pocos, como el bastión de una Verdad intocada por el mal.

Artículo publicado en la antología Lo mejor de Ambos Mundos (Ed. Renacimiento)

Daniel Capó

Daniel Capó

Casado y padre de dos hijos, vivo en Mallorca, aunque he residido en muchos otros lugares. Estudié la carrera de Derecho y pensé en ser diplomático, pero me he terminado dedicando al mundo de los libros y del periodismo.

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